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lunes, 18 de mayo de 2015

Las mujeres.


En un bloque de pisos de un barrio del extrarradio de esta ciudad poliédrica se rompió hace más de un mes una tubería. La mierda subía por los desagües y empantanaba el baño y la cocina. Las aguas fecales de los pisos superiores inundaban los pasillos de la primera planta, llegaban hasta el cuarto de los niños, anegaban estanterías y despensas en un descuido. Más de un mes con la administración poniéndose de perfil ante una necesidad de fontanería inabordable para familias de pan duro ropa heredada y tabaco de contrabando que se aguantan el cigarro apagado en los labios durante buena parte de la mañana. Una nueva instalación más la mano de obra y el gasto en concepto de transporte es más de lo que se pueden permitir. Así que tras más de un mes de la mierda del vecino hasta las rodillas y de no dejar al bebé gatear, sin nocturnidad y con la alevosía de quien ha perdido la vergüenza, clac, hundió un palo en el techo -por suerte los pisos en este barrio son como de cartón piedra- para partir la tubería. Ahora la mierda del vecino discurre libremente calle abajo, negra y apestosa, y lo hará hasta que alguien la arregle. "Pero no en mi casa".

Tuvo que ser ella, la misma que después se arremangara para restituir los daños de su único hogar -y el de sus hijos y el de sus nietos- con un armamento de siete botellas de lejía y estropajos nanas, quien decidiera tomar la justicia fontanera por su mano y reventar sin piedad el sistema de tuberías que le estaba jodiendo la vida a los suyos. En mi imaginario mental como en el tuyo la mujer guerrera se parece a Wonder Woman, a la princesa Xena y a las legendarias amazonas que hacían la vida imposible a los griegos pero en la calle no abundan los pibones voladores que luchan con espadas; sí las wonderwomans gordas, morenas de piel que no llevan armadura sino ropa de mercadillo, que traslucen entre el gesto agriado de sus caras y las manchas de la vejez prematura una belleza dormida y, a pesar de todo, cierta luz de juventud eterna en las pupilas. 

Ellas son fuertes y lo saben. De ellas no se ríe nadie ni las engaña un forastero, ni se creen la segunda vez al político vendehumos que pasa por allí cada cuatro años para arreglarle el platoducha. Ocupan un bloque de pisos vacío si hace falta y escupen a la policía desde los balcones. Se rompen la garganta contándole al que llega que de sus cinco hijos cuatro están en paro y que, aunque tenga que robar o matar, a sus doce nietos no les va a faltar nunca de ná; que sus hombres valen para trabajar pero no hay trabajo, que el barrio está cada vez peor, sacudido por el paro, que nadie hace nada, que nadie los ve, que los jóvenes con la cocaína y sus ancianos padres en cama y que allí pasan a recoger la basura de semana en semana y así no se puede vivir y sin embargo se vive, tendiendo puentecitos sobre el barro para que los demás pasen y sin el escrúpulo de mancharse ellas los calcetines.

Trabajan más que nadie pero nunca verán un duro por lo que hacen y lo que no se remunera no existe, por eso repiten no hay trabajo, no hay trabajo. Se reúnen en manadas como leonas para cuidar a sus cachorros, levantan el ánimo de la familia, revientan tuberías, estrangulan con sus propias manos a las ratas si entran en casa y se cagan en los muertos de la corporación municipal y de la presidencia de la Junta y del Gobierno Central, van a la compra y consiguen que las fíen, aprenden a parir, dan de mamar, crían y al fin sobreviven. Que no hay trabajo más arduo y menos valorado que el de sobrevivir sin bajar la frente. Son heroínas empoderadas y no lo saben, o quizás lo sepan. Heroínas que revientan tuberías como declarando la guerra a la rendición.


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